El verano de un año roto

Lejos quedan las intenciones de hacer un diario del virus. Pero no soy de lamentar las cosas que la vida nos quita las ganas de hacer. Perder a Jadicha ha sido un golpe muy duro. En estas semanas he pensado mucho y escrito muy poco. A veces pensamos tanto que no hay tiempo ni espacio para escribir y que estemos satisfechos. Y no es mala cosa.

Para pensar, nada mejor que no pensar. He pasado muchas tardes de este verano sentada, mirando al monte cuando la luz del sol le acaricia suave justo antes del crepúsculo, y viendo como una bandada de piquituertos – siempre los mismos cinco – y una pareja de tórtolas venían a beber a la piscina. He pasado mañanas ganduleando en la cama para que una ardilla me sacara de mis lecturas con los grititos de «aquí estoy yo!» cuando trepa por el tronco de la palmera de Jadicha a comerse los dátiles que, por cosas de la vida, aún no ha venido a quitar el palmerero. Yo la llamo Spip, pero no os voy a contar sus correrías hoy, lo haré en una próxima entrada.

Más de un día he visto a una pareja de Cernícalos cazando en la vaguada junto al Convento. Se sabe que están porque de pronto, no se oye ni un trino, ni se ve ningún otro pájaro pasar volando. Una mañana de domingo, cuando todo estaba en silencio, vi una rapaz mucho más grande, quizá un águila o un ratonero, pasar en vuelo deslizante por encima de mi jardín. Caído el sol, he visto docenas de murciélagos revolotear sobre la terraza de Jadicha cazando mosquitos como locos. Por la noche, he pasado largos ratos escuchando a los autillos mientras pertrechaba el telescopio para admirar a Saturno y a Júpiter, con sus cuatro lunas mayores, clarísimos, brillantes, trazando el arco de sur a oeste por encima del Relojero.

Y cuando ya creía que este año aciago me dejaría sin la visita de los camaleones, ahí se presentaron dos para quitarme la razón. Uno que me crucé en la reja de un vecino, y otro que se instaló unos días en mi Duranta, como no podía ser de otra manera. Es una despensa siempre llena de abejas, abejorros, avispillas y mariposas. El camaleoncillo estuvo ahí varios días, y aunque algo más remolón que Berta, se dejó fotografiar amablemente.

Ha sido especialmente bello reencontrarme con la familia en cortas pero intensas visitas, en las que charlamos y cenamos juntos bajo las estrellas, admirando juntos los planetas por el telescopio, al fresco de la noche del monte. Hemos recordado a nuestra Jadicha entre lágrimas y risas, y haciéndolo, hemos apretado los lazos del corazón.

Me preguntaban que qué tal iba el verano. Y yo les respondía que no hacíamos nada especial. Honestamente, eso lo decía por salir del paso y ya. Como muchos, no nos hemos movido de casa. Pero vista la multitud de encuentros y observaciones maravillosas que me han brindado estos días, decir que no hemos hecho nada especial tampoco es del todo cierto. Sin hacer nada especial, se pueden vivir momentos muy especiales. Cuando trabajé de guía submarino tenía a menudo clientes que querían bucear en cuantos más sitios mejor. «Ahí ya hemos estado», como diciendo, anda, cambia el plan que nos aburrimos. En realidad lo que querían era una bitácora más variada, más de presumir. Pero alguna vez me encontré con gente que me decía: «en un metro cuadrado de arrecife hay vida como para estar observando horas y horas». Esa gente son de los míos. Hay que ir a lo que importa. Mi jardín y sus aledaños son mi arrecife. Pero si alguien me pregunta cómo ha ido el verano, no se me ocurre contarle que me he dedicado a no-pensar mientras observaba a los piquituertos y recordaba a mi hermana. Esas cosas las dejo para contarlas aquí, donde el que manda en la conversación es el lector.

Esta es mi suerte. No soy una reclusa, al contrario. Estoy tan a gusto, tan al aire libre en mi rincón de paraíso que – a diferencia de otros menos afortunados – no siento la necesidad de escapar de casa. Soy totalmente consciente de mi privilegio.

Se nos ha ido el verano y ya está aquí el otoño, una estación que adoro. Llega lleno de incógnitas y mucha preocupación. Pero también llega lleno de tortuguitas marinas. Dentro de poco llegará el día de sacar al mar a las pequeñas cuyo nido ayudé a vigilar el año pasado. Y este verano hemos tenido dos nidos en nuestras playas, y un montón más en otros puntos de la costa mediterránea. Con los amigos tortugueros ha sido un verano de mucho mensajeo, mucha alegría, y más de un cabreo por el Mar Menor. Quedémonos por hoy con lo bueno. Las tortugas están adoptando nuestras playas, y eso me llena de alegría y de esperanza.

Aquí os dejo una selección de fotos de este verano. Espero que os gusten.

3 comentarios en “El verano de un año roto”

  1. Qué bien escribes! Y cómo sabes expresar sentimientos y mirada original e inteligente. Escribe más a menudo, por favor. Lo disfruto mucho. Bss

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