En tiempos de fútbol…. camaleones

Mientras la pelota corre a patadas de zánganos que cobran demasiado y son de moco fácil cuando pierden (se les secan rápido, supongo, cuando arrancan el Maserati para irse a casa tras la derrota), la vida del jardín procede plácida bajo los primeros calores del verano. ¡Qué luz y qué aire tan preciosos!

Pues no, no me gusta mucho el fútbol, y no porque el juego en sí me aburra. Lo que me parece intolerable es el bombardeo de la tele y lo del chiringuito ese (una vez y no más, Santo Tomás) lleno de impresentables. No me gusta que usen el fútbol para lavarle el cerebro a la gente, que parece que es de lo que se trata. No sé que pensaría Papá de todo esto que nos obligan hoy a soportar. Y es que en casa hubo siempre una gran presencia futbolera. Mi padre era fidelísimo socio del Murcia y no se perdía partido cuando jugaban en casa. Mi madre, que era listísima, pasaba mucho de fútbol. De hecho le fastidiaba bastante. Un buen día se dio cuenta del potencial de negociación que la afición de mi padre le ponía al alcance. De modo que empezó a imponerle a Papá que, ya que se reservaba la tarde de un domingo sí y otro no para ir a desgañitarse  contra el árbitro a la Condomina, le permitiera durante tales tardes dedicarse a sus cosas en libertad. Lo cual quería decir que mi padre tenía el deber de llevarse al fútbol a la pequeña latosa (yo), dándole así a Mamá varias horas de asueto muy merecidas. Nunca olvidaré las caminatas desde casa a la Condomina (la vieja, claro está). Conforme nos íbamos acercando, la muchedumbre en marcha iba aumentando, un río de gente que iba creciendo de las calles circundantes como si fueran riachuelos. Yo llegaba jadeando, porque mi padre no parecía enterarse que mis piernas eran mucho más cortas que las suyas, y me llevaba de la mano a paso rápido, el suyo, que para mí era una carrera.

En el estadio, mi padre, como socio, se sentaba en localidad asignada fija, lo mismo que sus vecinos de asiento. Era en la grada principal. Yo ya la vi cubierta, si bien con goteras cuando llovía. Enfrente estaban las gradas de a pié, siempre llenas porque la entrada allí costaba cuatro perras. Mi Padre se sentaba al lado de un señor muy fino y discreto. Un barbero elegante con su pelo blanco impecablemente recortado (para eso era barbero) y sus gafas redondas de borde metálico dorado y fino. Un verdadero caballero. Siempre sonreía y nunca alzaba la voz. Todo lo más, repetía de vez en cuando que no se podía esperar más de los futbolistas. Don Juan, le decía a mi padre, si es que no tienen educación! Era el que mientras los demás se carcajeaban, se sonreía con sonrisa embarazada al oír los exabruptos de otro vecino de localidad, un tal Torres, poseedor de un vozarrón capaz de llegar a los cuatro córneres. Era muy ocurrente. Sus insultos al árbitro en el más puro estilo huertano (un ejemplo: ¡El día que den tapas de árbitro, me cojo una indigestión!) eran muy populares. Allí había un sentido tácito de quién podía gritar y soltar improperios, y quién no. A los regulares, a los conocidos, se les reían las gracias. A los ocasionales desconocidos, si gritaban algo, se les mandaba callar con un espontáneo chsst de la peña de regulares. Ni mi padre sabía decirme cómo había empezado aquella forma de censura al forastero. Simplemente empezó, y se estableció como costumbre de la forma más natural. Y si el forastero se cabreaba y protestaba, entonces la peña se partía de la risa. Pero si se pasaba con los tacos, nunca faltaba alguien, a menudo mi padre porque odiaba la vulgaridad gratuita, que le gritase ¡Esa boca! ¡ El Colgate!

También me acuerdo muy bien de la cantidad de veces en que, de pronto, se formaba una ola espontánea de gente levantándose del asiento para intentar ver una pelea a mamporros entre dos aficionados. Se sabía que era eso porque la gente se levantaba gritando ¡Dale! ¡Dale! ¡Dale! y miraba en la dirección de donde venía la ola. La inmensa mayoría de las veces no se podía ver nada, pero daba igual. Siempre me pregunté por qué le divertía tanto aquello a la gente, y aún más, el por qué mismo de las peleas. Por ejemplo: un tipo que piensa y dice que el míster no hubiera debido de sacar del campo al delantero, otro que dice que el tal delantero es una pifia y que nunca hubiéramos debido ficharlo para empezar. Una cosa lleva a la otra y acabamos a guantazos, para regocijo del estadio. Porque estoy convencida de que estas peleas no eran entre hinchas opuestos. Eran casi siempre entre locales. Se ve que a los murcianos nos va la gresca.

Pero en fin, aquello del fútbol con Papá terminó cuando crecí y ya no me dejaban entrar de gorra.

Mucho más tarde, cuando jugué en la sección de balonmano del club, me dieron un pase para ir al estadio de fútbol. Íbamos las del equipo de vez en cuando y nos ponían en el córner derecho tras la portería de los goles (el Múrcia, siempre que podía escoger, escogía jugar la primera parte atacando la otra y dejando ésta para atacarla en la decisiva segunda parte). Allí solíamos estar rodeadas de huertanos y otras gentes del campo. Eran los mejores. En las gradas del córner hacía un frio que pelaba en invierno, porque pegaba mucho el viento. Pero siempre había algún parroquiano que viéndonos ateridas nos ofrecía la bota, que en vez de vino solía contener cazalla. Qué tiempos.

Ahora mismo están dando partidos del Mundial en la tele, y me temo que no consiguen ilusionarme como aquellas salidas al estadio, tan divertidas y fascinantes para una cría de 6 o 7 años. Me hacen pensar en el ilustre Pedrerol y su panda de igualmente ilustres contertulios, no lo puedo evitar. En su lugar, me atrae más escribir sobre la última visita de los camaleones. Que no tienen nada que ver, pero bueno.

Mi jardín está en una zona donde abundan los camaleones. Es una suerte. A tiro de piedra de una ciudad de medio millón de habitantes, y resulta que cada primavera y verano, estos mini-dinosaurios atraviesan las lindes en una migración misteriosa. Y es que siempre están de paso. Los vemos avanzar por nuestros árboles y enredaderas con ese vaivén palante-patrás que marcan a cada paso con sus patitas en forma de pinza, como vacilándote. Tengo amigos que nunca han visto uno. Yo puedo admirarlos sin salir de casa, pero son ellos los que deciden cuándo dejarse ver.

El otro día un joven individuo se dejó admirar en uno de nuestros limoneros.  Un par de días antes, otro más grandecito ya había estado circulando por la verja del aparcamiento, pero nos pilló saliendo con prisas y no pude hacerle más que un par de fotos con el móvil que no vale la pena compartir. Es curioso que siempre que los encontramos se mueven en dirección norte a sur. Como si hubiese un foco o criadero establecido en la parcela de alguno de nuestros vecinos a norte, y los bichillos supieran que les toca migrar hacia el sur de camino al bosque. Nacer en la civilización y emigrar hacia un entorno silvestre. Es para pensárselo. Pero ellos no piensan: saben lo que tienen que hacer y lo hacen. En el camino, van devorando alegremente bichos como saltamontes, lo cual les agradezco infinito. Por desgracia, llegué tarde a filmar cómo este joven se comía uno que Paul le puso delante. Fue tan rápido que cuando la cámara empezó a rodar ya había terminado todo. Al día siguiente de todo esto, nuestro visitante había desaparecido sin dejar rastro. Mejor, porque tengo gatos muy cazadores, sobre todo la voraz Mimi. Donde quiera que estés, buena suerte, amigo verde. Ojalá tengas familia numerosa, y que disfrutemos de la compañía de los tuyos por mucho tiempo en estos jardines. En agradecimiento a tu visita, voy a enseñarle a mis lectores lo guapo y fotogénico que eres.

 

2 comentarios en “En tiempos de fútbol…. camaleones”

  1. qué recuerdos, la condomina… había dos personajes en nuestra grada que nunca olvidaré: un señor que tenía por costumbre gritar ¡ peligro ! desde que el portero contrario sacaba de puerta aunque fuera sólo a medio campo… un exceso de prevención muy conservador, vamos. Y otro, un redactor deportivo de La Hoja del Lunes, que pasaba la mitad del partido escribiendo su crónica de la jornada y mirando con el rabillo del ojo los avances del Murcia al área contraria. Aparte de un sacrificado periodista era un apasionado hincha de su equipo y tanto se entregaba a su oficio que sólo tras un rato después de que para protestar por una grave falta a un murcianista se hbiera levantado toda la grada y vuelto a sentarse, se levantana él protestando él sólo (por la misma falta) blandiendo el bolígrafo en una mano y el habano en la otra: primero era terminar de escribir la frase de la crónica y después protestar. Qué profesional ! Dos personajes auténticamente murcianos: el preventivo exagerado y el protestón a destiempo.; ambos a lo suyo, y la colectividad que haga lo que quiera.

  2. Qué momentos más placenteros paso leyendo tus relatos.
    Eres una artista completa: sensible, lista y con mucho talento narrativo salpicado de humor.
    Gracias

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