Cuando tienes a Júpiter en tu signo, las cosas suelen salir bien. Eso me decía a menudo mi amiga Patrizia, astróloga de pro, cuyos consejos, astrológicos o no, siempre fueron muy atinados. En mi plácida y desocupada vida, un viaje es una cosa que ha de salir bien. Hoy, mi reflexión es sobre lo que nos traemos a casa de nuestros viajes. Viajar, lo hacemos hoy casi todos, aunque sea en vuelos low cost. No me malinterpreten, no tengo nada contra ellos. Si que es verdad que facilitan las invasiones veraniegas, pero a fin de cuentas, cada uno ha de saber qué quiere ganar para sí del viaje. El verdadero viaje se hace con los sentidos… y con el corazón. La billetera tiene poco que ver.
Con la ayuda de Júpiter, de Menorca me llevo una cosa muy valiosa, y es la sensación inigualable de estar en tierra no ya amiga, sino patria. Un sentimiento de patria muy extraño, que no entiende de banderas ni himnos, ni proclamas. Aquí me he sentido de todo menos forastera. Ha sido como descubrir una extensión transmarina de mis raíces más profundas. Murcia y Menorca son claramente tierras hermanadas por raíces mediterráneas que perduran más allá del poder del ladrillo. Aquí hay trasfondos ancestrales que compartimos. Es una sensación conmovedora que se va a quedar conmigo para siempre y que me ayuda, aún a estas alturas de mi vida, a profundizar en mi propia identidad.
El resto, son retazos de delicia, flashes de alegría y de admiración. Momentos de experiencia casi lírica. Para empezar, la historia de un cierto sevillano, que se quejaba de que le engordaban los trozos de ensaimada que los huéspedes no conseguíamos terminarnos en el desayuno, porque era un crimen tirarlos – pero es que eran unas ensaimadas enormes! Es la historia, como decía, de un sevillano que vino a nadar en las caletas azules y terminó ahogándose en el azul, si, pero el de los ojos cristalinos de una menorquina rubia, a la que le costó tesón conquistar. Pero lo hizo, y así llevan 30 años de ahogamiento mutuamente feliz.
Me llevo también unas semillas de flamboyán que encontré en el mercado del Carme, en Maó, que espero saber hacer florecer en mi jardín, y que de ser así, siempre me recordarán esta preciosa semana en las islas de la inocencia y de la calma. Pero de Maó me llevo también el toque de las campanas de la catedral, entonando al mediodía la Salve (Salve Regina, mater misericordiae) que mi mamá cantaba tan bien en latín, y la estrellita de mar de plata que compré a los pies de la torre cantarina.
Y el vuelo de los alimoches, y de los milanos reales, lento y circular, sobre los campos que rodean el Sant Ignasi, pero también el revoloteo de miles de golondrinas. Y el estruendo de los gorriones que llenaban a reventar el pruno del patio. Y el gritito lloroso del pollo de ruiseñor, o era un jilguero?, llamando desesperado a su madre en su nido invisible entre las ramas de la encina que nos daba techo en el desayuno, que fue el sevillano quien me enseñó a oírlo, para al poco venir a decirme, con gran expresión de alivio, que como se había callado, eso era que la madre ya estaba de vuelta con él.
Del mar no me llevo mucho, aunque sí un baño frío, pero delicioso, el único en este viaje, al pié del faro legendario de Morell. Ya sabéis los que me conocéis que no soporto el agua fría, se ve que la magia del lugar pudo más que mis fobias. Pero el mar de Menorca aún me espera, ahora que ya vuelo alejándome de la isla, como una deuda impagada.
Ahora voy de regreso hacia mis amigas y amigos, mi gente, aquellos que me castigaron por la travesura de casarme. Sólo espero que leyendo esto sepan hasta qué punto, más que un viaje, me han hecho el regalo del Mediterráneo. Y a Paul, por supuesto, también!
«Menorca la bella
damunt Maó la lluna
i el sol dorm a Ciutadella»
(Les illes, Vicent Andrés Estellés)
«Ours is an island of innocence and calm»
(La ninfa de las naranjas – prólogo de ‘El vellocino de oro’, Robert Graves)