Los grillos no están

Noche de luna llena en el jardín

Los autillos vuelven cada verano. En este momento tenemos dos cerca de casa. Lo sé no porque los vea, más quisiera yo, sino porque les oigo. Son rapaces nocturnas, búhos de tamaño pequeño cuyo canto recuerda al ping de un sonar de película de submarinos. Los autillos usan su canto para atraer a las hembras en la estación de los amores, que siempre es en verano y siempre en la zona sur de España. Estamos en la zona intermedia de su migración, entre el norte donde van tras unas semanas largas aquí, y la bajada al Africa subsahariana donde pasarán el invierno.

Oír al autillo (Otus scops) en una noche de luna llena como la de ayer es casi mágico, aún más si los dos que andan por las ramas más altas de los pinos más altos se responden uno al otro. He leído que el canto les sirve para delimitar su territorio, que llegaría hasta el punto en el que su pitido ya no pueda oírse. Tener dos machos cantando es como una pelea territorial. Quizá esto debiera inspirarnos a delimitar nuestros humanos territorios de influencia hasta el punto donde llega nuestra música. Estaría bien.

El caso es que en la noche mágica de luna llena estaban estos dos autillos cantándose cuando de pronto se les une una voz distinta y desconocida. Un canto también repetitivo, pero que más se parece al maullido de un gatito bebé que al de un ave. Lo llevaba oyendo varios días hasta que hace tres o cuatro noches, lo oí tan cerca que me asomé a ver si la suerte me permitía escudriñar, aunque fuera en la penumbra, al culpable de tanto chillido. Lo ví porque mi Bolita, que tiene la visión nocturna de los gatos, le miraba fijamente, y seguir la dirección marcada por la punta de su hociquito me llevó hasta la diminuta figura posada sobre la sombrilla plegada que el vecino tiene junto a su piscina. Al poco, alzó el vuelo y se fué, no sin antes regalarnos un par de chillidos.

Esta holgazana que lo es tardó hasta ayer en hacer las averiguaciones necesarias para identificar al visitante chillón. Se trata de un mochuelo común, especie Athene noctua, y es el ave que acompaña a Atenea y Minerva en la iconografía clásica. Además, resulta ser la Civetta, en italiano, emblema de mi contrada de Siena. Os parecerá una nimiedad, pero a mí estas cosas me emocionan. Con todos mis años y viajes, no había visto ni oído nunca a un mochuelo, pero ahora espero poder verle y oírle a menudo, porque esta pequeñez no es un ave migratoria. Espero que se quede en esta zona y me alegre las noches. Francamente, prefiero sus chilliditos al reguetón de las fiestas nocturnas que desgraciadamente se organizan a menudo en la piscina comunitaria de los dúplex que tenemos enfrente.

Llevo nueve años viviendo de vuelta en el Jardín y una de las cosas que me ha interesado aprender es a escuchar mi entorno. Ahora ya reconozco a mirlos, piquituertos, abejarucos, abubillas y hasta a los cernícalos, por no hablar de las sempiternas tórtolas, peleas de gatos, ladridos de los perros de diferente tamaño, que ya casi identifico de los conocidos en el vecindario. Por la calle de abajo pasan coches, pero no es un tráfico frecuente. Por las noches, apenas si pasa alguien muy de cuando en cuando. Antes de irme a la cama, tengo costumbre de salir a mirar las estrellas. En invierno, el cielo es más claro, más estable, no hay tanta humedad ni partículas en suspensión. Las constelaciones se ven mucho mejor. De hecho, este invierno pasado fué especialmente bueno para sacar el telescopio. Por primera vez pude ver claramente la mancha roja de júpiter y la sombra de los anillos de Saturno sobre la superficie del planeta. Eso sí, las noches de invierno son especialmente silenciosas.

Ahora en verano, hay bruma, hay fosca, hay calima. Las estrellas son pálidas y difusas, y las luces de la ciudad, al norte, emborronan el valle del río con una neblina anaranjada, que no hace sino aumentar la sensación de calor asfixiante. Recuerdo las noches de calor en nuestro piso de Gran Vía, cuando nos bajabamos de la cama al suelo porque las baldosas estaban más frescas. Me acuerdo de Jadicha saliendo a dormir en el balcón, de Mamá poniendo un plato de cubitos ante el ventilador aquél de bakelita color vino y aspas color marfil…. Me agobia pensar en la gente allá abajo, paseando por la Trapería a más de 30 grados a medianoche (lo sé porque lo he vivido). Más me agobia pensar en los descerebrados que andan encementándolo todo, quitando árboles y cerrando los pocos parques que tiene la gente para refugiarse del calor en la ciudad, por riesgo de que se quiebren y caigan las ramas muertas de un arbolado al que cuidan poco o nada. El presupuesto del Ayuntamiento se va en hortensias y otras plantas de temporada que ahora, como informó la prensa, ha habido que arrancar, todas RIP de sequía. Cientos de miles de euros en macetas ricamente pagadas a los amiguetes de La Generala, sin que se pueda ¿no? pagar la factura de agua y de jardineros que diera un digno cuidado a los árboles de sombra. Mayoría absoluta. En fin.

Aquí arriba en el monte podemos perder un par de grados, pero también se sufre de noche. Toca dormir con el aire, pero regulado a 24 grados y a mínimo de ventilador, y se está bien. Además, y esto es lo importante, se puede hacer como yo hago, y darse un baño breve en la piscina antes de irse a la cama. Un privilegio del que soy absolutamente consciente.

Así andaba anoche, remojándome para bajar la temperatura corporal antes de retirarme. Me quedé quieta, con el agua al cuello, escuchando a los dos autillos y al mochuelo decirse cosas. Hacía rato – no mucho – que las chicharras habían parado. A veces siguen a noche caída, pero ayer ya se habían callado cuando me bañaba. Y entonces me dí cuenta de que me faltaba un sonido. Me faltaba desde hacía ya varias noches, de hecho. Porque hace un par o tres de semanas, estaba ahí, creí recordar, como toda la vida, como en mis recuerdos de las noches de Betania. Pero no. Entre canto y canto de los búhos, silencio absoluto.

¿Dónde están los grillos?

Me puse a investigar en la web, y lo que más me salía eran artículos sobre cómo hacerles callar. Parece ser que hay mucha gente a quien el cricri nocturno les molesta sobremanera. No me molesté en leerlos, porque ese no es mi problema. En mi caso, como en el de mucha gente, hemos crecido escuchando al grillo por la noche como a la chicharra por el día. Nuestro cerebro ha aprendido a ignorar ese runrún que a otros sin costumbre se les hace, al parecer, insoportable. Sí que ví varios artículos según los cuales, el canto del grillo puede servir para saber la temperatura que hace. Hay incluso una ecuación al efecto que se llama la Ley de Dolbear por el estudioso que la ideó en 1897: basta contar los cricris por minuto, añadirles 30 y dividir por 7 y, voilà, sabremos la temperatura ambiente en grados Celsius.

Nueva busqueda en la web. Veo que no soy la única que anda investigando el tema. Múltiples entradas en forums de gente preguntando qué pasa, que ya no oyen grillos por la noche, en los EEUU, en Reino Unido… Posibles razones: un virus que se ha detectado que los decima; fumigaciones antimosquito de aquí las autoridades; sequía prolongada; temperaturas demasiado altas… Respecto de ésta última: he leído en webs de entomólogos que los grillos se te mueren si los tienes a más de 32°C en el criadero. En otro artículo leo que si la temperatura ambiente – al aire libre, entiendo – supera los 37.7°C, los grillos no cantan. No son datos incompatibles. En el bosque, los animales son capaces de encontrar refugios térmicos para aliviarse. Que se lo pregunten a mis gatos, que prefieren sus rinconcitos fuera al aire acondicionado del salón! Pero con una temperatura ambiente, sostenida durante el día, tan alta como la que estamos teniendo, me temo que la razón por la que los grillos no se hacen oír estos días es porque sequía y calor han dado cuenta de ellos, incluso a pesar de que refresque – algo – por las noches.

Amigos y lectores jardineros, qué quieren que les diga. Este murciano Jardín es delicioso en toda estación: el otoño, aunque nuestro bosque no sea de hoja caduca, se disfruta porque el cosmos nos alivia los calores y eso se recibe con inmensa gratitud. En invierno, no hay nada como ponerse al sol ligeros de abrigo, sin quemarse sino recibiendo una caricia cálida que invita al paseo que el calor te prohibe en verano. En primavera estallan las flores, el azahar sobre todo. En verano… la estación más dura, se duerme mucho, se come poco y ligero, y por la noche se disfruta el hechizo de un baño a luz de luna mientras escuchas a los autillos, y ahora también al mochuelo. Estas noches de verano pagan la dureza del día, invitan a la ensoñación. Pero quizá este silencio es en realidad un estruendo.

No sé dónde están los grillos, pero espero que vuelvan.

PS: dejo un mensaje para la Fuensantica, por si sirve de algo: tocaya! Que le digas al padre de tu zagal que haga el favor de echarnos una gotica o dos, aunque sea, que tú de eso sabes mucho, como cuando le ganaste el sillón a la Arrixaca. Una gotica aunque sea. Enga!

(Pido disculpas a los no murcianos, a quienes probablemente lo anterior les suene a chino).

2 comentarios en “Los grillos no están”

  1. Qué riqueza literaria!!!! Yo también salía a dirmir a la terraza de jose antonio 15 -7° y era testigo de lis amoríos del vecino, Espinosa… otro gran escritor como mi hermanica.

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